Y todo gracias a la labor de una mujer, llena de contradicciones, que se saltó todas las normas de su época. Pese a ello, fue ignorada por los europeos y pronto olvidada por todos. Una médica más ignorada e invisibilizada, participe de esa tradición que también nos impidió, por ejemplo, ver a las médicas romanas, que tan presentes estaban en las fuentes. El mismo que ha llevado a acuñar el conocido como “Efecto Matilda”, y que dicta que todo avance será asignado, por defecto, a un hombre. Una década más tarde, en la Primera Guerra Mundial, a Occidente este olvido le costó un gran número de vidas. Hablamos de Vera Ignátievna Gedroitz (o Giedroyć), médica pragmática, pero también escritora de poesía y cuentos, revolucionaria, pero también miembro del círculo de la corte imperial, pionera y olvidada.
Vera Gedroitz nació en un pueblo de Briansk en 1870, en el seno de una familia aristocrática (aunque no excesivamente rica) lituana, cuando esta región aún era parte del Imperio ruso, y recibió el título de princesa. De hecho, muchas fuentes recogen 1876 como fecha de nacimiento, lo que viene de que Gedroitz falsificó dicha fecha cuando su edad superaba el límite para el servicio activo en la guerra, marchando de nuevo como médico al frente más allá de los cuarenta años. Sus padres fueron lo suficientemente progresistas como para dejar elegir a Vera su propio camino… y no dudó en hacerlo.
La médica
Tras ser educada en casa, como toda señorita de la época, estudió el equivalente a la secundaria en un gymnasium local y, luego, en San Petersburgo. Allí, pese a su título de princesa, se implicó en los movimientos estudiantiles subversivos, el movimiento narodnichestvo, en una agitada época prerevolucionaria. Descubierta por la policía, fue arrestada y expulsada. Así que volvió a la casa paterna, bajo arresto domiciliario y con la promesa de la vigilancia paterna.
Así mismo, en aquella época, el acceso a la universidad era casi imposible para las mujeres. Solo la universidad de San Petersburgo había abierto las puertas a una educación superior femenina, a pesar de la oposición del zar Alejandro II, pero en los cortos periodos de 1859 a 1863 y de 1870 a 1881, a ello se sumaba, en la misma ciudad un instituto que daba cursos universitarios para mujeres, los conocidos como Cursos Bestúzhev. Y eso era todo.
Con este panorama, Vera decidió estudiar fuera. Solo tenía que lograr salir del país. Para ello, consigue convencer a su amigo Nikolái Belozerov de contraer un matrimonio de conveniencia (que se disolvería una década más tarde y que comparaba con el de Sofia Kovalévskaya), consigue un pasaporte y se fuga a Lausana (Suiza) para estudiar medicina con César Roux. Se graduó con la máxima nota en casi todas las asignaturas, impresionando al cirujano, que le ofreció trabajar directamente con él en su clínica.
Probablemente la historia hubiera sido muy distinta si una crisis familiar, la muerte de su hermana y la enfermedad de su madre, no hubiese hecho a su padre rogarle que volviera, viéndose desbordado. Pese a que Vera tendría un razonable miedo a policía secreta rusa, volvió al hogar. Ya en Rusia, en vez de optar por una vida familiar, un matrimonio normal y formar una familia, decidió seguir ejerciendo. Para ello, pasó un examen para convalidad el título en 1902. No era la primera, ya que un artículo británico de 1904 calculaba que en esta época un 3,5% de los practicantes médicos eran mujeres, pero esto incluía una amplia variedad de profesiones. Eso sí, fue la primera cirujana y médica militar y, además, continuó con sus investigaciones y, una década más tarde, se convertiría en la primera mujer con un doctorado en medicina.
Su primer trabajo fue en una fábrica, la Maltsevsky. Allí decidió cambiar las cosas. No solo amplió el hospital y consiguió equiparlo mejor, sino que defendió el derecho de los trabajadores a un cierto nivel de bienestar, luchando por mejorar las condiciones de higiene, que hubiera la posibilidad de calentar la comida y atendiendo a la población local además de los trabajadores. También ayudó en la formación de médicos locales o insistió en cosas que nos pueden parecer tan obvias como que todos los médicos y participantes en las operaciones se lavasen las manos. Mientras, con un fuerte sentido de la justicia social, continuó siendo vigilada por la policía secreta por su participación política.
Cuando estalló la Guerra Ruso-Japonesa (1904-1905) decidió unirse a la Cruz Roja y servir en el frente. Allí se enfrentó al resto de médicos. Mientras todos pensaban que las heridas abdominales eran intratables, Vera insistió en que un tratamiento temprano salvaría vidas. No se equivocaba. Pionera en las laparoscopias, consiguió reducir la mortalidad de un 70% a un 50%, y presentó un largo informe, con gráficos e imágenes, que haría cambiar el protocolo médico ruso por completo. Consciente, además, de la necesidad de una actuación temprana, trasladaba los trenes médicos lo más cerca posible del frente.
Estos trenes, con capacidad para unos doscientos cincuenta heridos, aunque frecuentemente se superaba ese límite, y un vagón acondicionado como quirófano, se complementaban con otros vehículos médicos. No era un trabajo seguro y, muchas veces, se convertían en el objetivo prioritario de los japoneses. Muchos de los cirujanos murieron, desaparecieron o fueron heridos o hechos prisioneros. No pocos se suicidaron.
Occidente ignoró sus numerosos artículos y sus informes. Tendrían que aprenden la lección de la necesidad de las laparotomías una década más tarde, en la Primera Guerra Mundial, tras muchas muertes que pudieron haberse evitado.
Terminada la guerra y tras un periodo en que volvió a ejercer en las fábricas, contra todo pronóstico, acabó dirigiendo, por petición expresa de la zarina, el servicio de cirugía y el de ginecología en el Hospital de la Corte, en Tsarskoye Selo, viviendo allí el estallido de la Primera Guerra Mundial. La llegada de un nuevo jefe y que, más aun, fuera una mujer, no fue algo del todo bien recibido por muchos de los médicos. Pero la voluntad real era algo complicado de desobedecer. Y el fuerte carácter de Vera, que fumaba como un carretero, vestía con la (mucho) más cómoda ropa masculina y hablaba enérgicamente, tampoco ayudó a una posible desobediencia.
De hecho, su fuerte carácter llevó a Vera a más de un enfrentamiento con Rasputín, llegando en algún momento a cogerlo de los hombros, lanzarlo fuera de la habitación de una paciente (una dama de compañía y amiga íntima de la zarina) y cerrarle la puerta en las narices. Sin contemplaciones. Así mismo, entrenó a las hijas de la familia real (y a otras aristócratas) en cuestiones médicas y de enfermería. Estas trabajaron asiduamente en el hospital, vendando a heridos, encargándose de la ropa de cama o de la esterilización y preparación del material.
Vera acabó alistándose de nuevo en 1917 para ir al frente de guerra. Como ya se ha dicho, superaba el límite de edad por lo que, simplemente, falsificó su fecha de nacimiento. Puede que de otro modo, hubiera acabado en la casa Ipátiev compartiendo destino con el resto de los Románov. Poco se sabe de su actuación como cirujana de la 6.ª División Siberiana, salvo por un ascenso, que resultaba insólito para una mujer, y que debió servir en las fuerzas de la recién creada República Popular Ucraniana, aunque sí sabemos que resultó herida en 1918 y fue evacuada a Kiev.
Allí se convirtió en la primera profesora de medicina en el Instituto Médico de Kiev, siguió ejerciendo y publicando. De hecho, acabó siendo nombrada directora del departamento de cirugía del Instituto, rompiendo otra de las barreras sociales de la época.
Sin embargo, fue retirada forzosamente, sin pensión ni reconocimiento, en una de las purgas de Stalin, en 1929. Junto con su pareja, compró una granja y decidió tomarse con filosofía su retiro (aunque se quejaba de la obstinación de su vaca en no dar leche). Unos pocos años más tarde, en 1932, murió de cáncer, una enfermedad sobre la que había investigado ampliamente.
La escritora
Vera Gedroitz no solo publicó artículos, libros y manuales de medicina, incluida su tesis, sino que se dedicó fructíferamente a otros tipos escritura. De hecho, tras su retiro forzoso, decidió escribir su autobiografía, consciente y fuertemente novelada, en tres tomos (Kaftanchik, Liakh y Otryv), que se publicaron en 1931.
Antes de eso se había dedicado, sobre todo, a la poesía. En ocasiones, esta dedicación le conllevó algún disgusto, como cuando fue expulsada del gymnasium por una serie de poemas satíricos. Tras la muerte de su hermano adoptó su nombre, Sergéi Gedroitz, como pseudónimo para publicar todas sus obras no académicas, incluyendo su autobiografía. Entre 1911 y 1912 fue admitida en el Gremio de Poetas, al que ayudó económicamente para posibilitar el nacimiento de la revista Hiperbórea, en que también publicó parte de sus poemas.
Este grupo, asentado en San Petersburgo, se reunía periódicamente en la casa de Mijaíl Lozinsky, un conocido traductor ruso. Allí compartió tertulias y debates con poetas destacados del llamado acmeísmo, como Anna Ajmátova o Nikolái Gumiliov, que también sufrirían represión tras la Revolución y la caída zarista, siendo prohibidas las obras de ambos y fusilado este último en 1921. De hecho, una amiga de Vera, a quien dejó su legado académico para que sirviera en el futuro, fue acusada de traición, al encontrarse una carta de Roux, un extranjero.
Además de los poemas publicados en Hiperbórea, Gedroitz publicó un libro de poemas titulado Veg (un juego de palabras entre sus iniciales y la palabra alemana para “camino”), así como otro libro de poemas y cuentos. Eso sí, parece que sus incursiones el ámbito literario tuvieron mucho menos éxito que sus actividades médicas, y algunas reseñas, como las de Nikolái Gumiliov en la revista Apolo sobre sus primeras obras, fueron incluso crueles. Las obras posteriores fueron mejor acogidas.
La amante
Vera Gedroitz era abiertamente lesbiana. Su primera pareja conocida fue una mujer que conoció en Suiza. Pese a los planes iniciales de que ambas convivieran en Suiza, al final la familia de su amante (estaba casada y tenía hijos) pudo más, y mandó una nota de despedida a Vera que casi provoca su suicidio.
Más tarde, ya en Tsarskoye Selo, conoció a la que sería el segundo amor de su vida, María Dmitrievna Nirod (de apellido de soltera Mujanova), una aristócrata que trabajaba como enfermera en el hospital, viuda y con dos hijos, Fiódor y Marina. Las separó la guerra y la revolución, frente a la que Vera tenía sentimientos contrapuestos, entre el aprecio a la familia real y sus ideales de cambio. María Nirod huyó, escapando de las purgas a los aristócratas más cercanos a los Románov, y Vera fue al frente de guerra. Se reencontraron en Kiev, ciudad a la que fue evacuada una herida Vera, y donde decidió residir, trasladándose pronto a casa de María Nirod. También volvieron a trabajar juntas, de nuevo como médica y enfermera.
Su vida, abiertamente matrimonial, no era del todo bien vista por los hijos de esta última… ni por las autoridades. Sin embargo, Gedroitz aún tenía contactos, y había operado a más de una persona influyente, por lo que las detenciones siempre acababan en una más o menos rápida liberación. Tras la muerte de Vera, María Nirod vendió la granja y se trasladó a un monasterio, aunque acabó sus días en una casa en el norte de Ucrania.
Pese a las medallas recibidas, a su trabajo médico y de enseñanza, sus publicaciones y lo azaroso de su vida, la historia de Vera Gedroitz apenas ha sido recordada. Sus innovaciones tuvieron que ser reaprendidas, y su legado se perdió entre guerras, purgas y la indiferencia de Occidente.
Bibliografía
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